«Le hemos pedido a Dios que nos busquen en un autobús rojo que nos lleve a la estación de Denver ».
«Hay un grupo de Conquistadores al fin del valle que necesitan que los lleven hasta la estación de tren de Denver. Hablan muy poco inglés».
Era una mala noticia, algo que incrementó mi nivel de frustración. El Camporí de Conquistadores de Camp Hale, en 1985, el primer camporí internacional de Conquistadores en la región, había terminado el día anterior. Todos los clubes habían empacado sus cosas y emprendido el regreso. Los carteles de bienvenida habían sido desmantelados juntamente con los soportes metálicos y todo estaba en el camión que había partido. La réplica del monumento de Washington que había ocupado el centro de los terrenos del camporí ya no estaba. Se había desarmado y puesto en un contenedor rumbo a la ciudad de Wáshington.
Yo era el coordinador de las instalaciones del camporí, y pasaba por el sector en mi gastado Jeep, asegurándome de que fueran desapareciendo los restos del evento. El permiso del Servicio Forestal decía que el valle tenía que ser devuelto a su condición original, y especificaba: «No deberá quedar ningún vestigio de la presencia de los campistas».
Eso incluía el gran escenario y las pantallas de video, las tiendas de la sede central, la cañería para el agua, los puentes que se habían instalado sobre el Río Eagle, la bandera que habíamos colgado de la Colina Oriental, las más de cincuenta casas rodantes que habíamos alquilado para alojar temporariamente a los invitados especiales, y cada una de las estacas que los Conquistadores habían clavado en el suelo.
El camporí había tenido un éxito asombroso. «El mejor programa de evangelización que la iglesia ha brindado alguna vez a sus jóvenes», anunció un líder. «La mejor experiencia de mi vida», me aseguró un joven Conquistador.
* * *
El Camporí de Camp Hale había terminado. Todos estaban en camino a sus casas. Con excepción de unos pocos trabajadores y los treinta y cinco integrantes de un Club de Conquistadores de Ciudad de México.
Yo había estado sonriendo, satisfecho: El valle se iba vaciando rápidamente. Entonces Carl me avisó del club de México.
—¿Están esperando que un autobús los busque? –pregunté.
—Creo que es mejor que hables con ellos –me respondió, y se alejó en su vehículo cubierto de polvo.
Arranqué el Jeep y avancé por el camino hasta pasar donde había estado la sede central, y llegué hasta donde aguardaba ese grupo rezagado.
«Qué locura –me dije a mí mismo, notando que una oscura nube de tormenta se iba metiendo en el valle–. ¿Por qué estarán aquí todavía? ¡Deberían haberse ido hace horas!
Los encontré sentados junto al camino, cantando Más allá del sol, mientras agitaban sus manos para saludarme.
—¿Puedo ayudarles? –pregunté, temiendo escuchar la respuesta.
—No, creo que estamos bien –me dijo el director en un inglés entrecortado–. Estamos esperando un autobús rojo.
—¿Un autobús rojo? –pregunté, incrédulo, notando que se acercaba la tormenta.
—Sí. Le hemos pedido a Dios que nos busquen en un autobús rojo que nos lleve a la estación de Denver para alcanzar el tren que sale a la medianoche.
Calculé rápidamente cuánto le llevaría a un veloz «autobús rojo» ir desde Camp Hale hasta la estación. Con el tráfico, probablemente unas cinco horas. El autobús tenía que aparecer en los siguientes treinta minutos.
—¿Qué compañía de autobuses contrataron para el viaje?
—Solo Dios –respondió encogiéndose de hombros–. El Señor sabe que no tenemos suficiente dinero para alquilar un autobús, por lo que le hemos pedido que nos envíe uno de esos autobuses escolares rojos.
* * *
Unas horas antes, podría haber enviado a todo el club en la flota de casas rodantes alquiladas. Pero todos esos vehículos ya no estaban. Podría haberlos amontonado en otros autobuses con otros clubes. Esos también se habían ido. Era tarde, estaba por llover, y ya no había autobuses, ni casas rodantes. Ni siquiera quedaba un camión vacío. Nada de nada. Solo mi Jeep y la camioneta de trabajo de Carl.
«¿Puede elevar una oración por nosotros?» –preguntó el director.
Me sumé a ellos, orando todos para que viniera el «autobús rojo» de Dios. Rápido. Entonces, continué con mi Jeep por el valle para asegurarme de que hubieran desarmado todas las duchas. Me acosaban las preguntas. ¿Por qué no habían planificado mejor? ¿Por qué no me habían informado de su problema antes, cuando aún podría haberlos ayudado? ¿No es presunción, en lugar de fe, esperar que Dios haga lo imposible dentro del cronograma que uno necesita?
«Son tuyos, Señor –dije en voz alta–. Yo no puedo ayudarlos ahora. Por favor, envíales el autobús. Que sea rojo, si es que puedes encontrar uno desocupado por ahí». Me habría gustado que mi oración hubiera sido más sincera.
Seguí revisando diversas cosas y preocupándome por el grupo de México. Si no los atrapaba la tormenta, ¿dónde dormirían esa noche?
Una extraña nube de polvo comenzó a arremolinarse por el camino en mi dirección. Unos momentos después, apareció un vehículo que se detuvo justo al lado de mi Jeep. Era un autobús. Un autobús rojo. Vacío.
—Buenas tardes –gritó el conductor desde la ventanilla–. Siento mucho haber llegado tarde. Tenía que recoger a un grupo de Pennsilvania, pero tuve unos problemas en el motor que me impidieron llegar antes.
Recordé al grupo de Pennsilvania y le dije que los habíamos ubicado en un vehículo junto con otro club.
—Está bien –dijo–. Pero ya que viene hasta acá, ¿hay algo más que pueda hacer por ustedes? Voy a Denver, y el viaje ya está pagado.
—Sí, señor –le sonreí, señalando hacia adelante donde treinta y cinco Conquistadores de México ya se estaban cargando las mochilas a la espalda–. Hay un grupo entero esperándolo, y creo que ha llegado justo a tiempo.
El conductor sonrió: «Esperaba encontrar algo que cargar aquí en el valle».
Mientras el autobús rojo se alejaba, el conductor comenzó a hacer sonar la bocina con sonidos largos y fuertes. Es la música de los ángeles, pensé yo.