Jamás tenemos que dudar de nuestra salvación
Era una tarde cenicienta en Jerusalén. La oscuridad ya había envuelto el Lugar de la Calavera. Colgando de cruentas cruces, dos ladrones sufrían los estertores de la muerte. Entre ellos, se alzaba una tercera cruz donde Jesús, el Redentor del mundo, daba su vida por la humanidad. Ese Dios hombre había vivido entre los pecadores, llamándolos al arrepentimiento. Ahora, sufría entre ellos, cumpliendo su misión de «buscar y salvar lo que se había perdido» (Luc. 19:10).
Repentinamente, uno de los criminales le dijo con sarcasmo: «Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros» (Luc. 23:39). ¡Pobre hombre! Había vivido en la miseria del pecado y endurecido su corazón a los llamados del Espíritu de Dios. Había perdido toda esperanza. Los negros heraldos de la muerte ya lo cubrían con su sombrío manto. En ese momento, permitió que el virus maligno de la duda le corroyera la vida.
El otro ladrón, que también había caminado en la maldad, sabía que merecía morir por su pasado ignominioso. Cuando escuchó el escarnio del primer ladrón, levantó sus ojos moribundos hacia la mirada amorosa de Jesús. Ese pobre pecador no tenía dónde ir. También había llegado al fin de su camino de rebeldía, pero al ver a Jesús, recordó que una vez había dicho: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Juan 14:6).
El ladrón reconoció que necesitaba salir de su mundo de sombras y muerte. Carecía de la verdad, porque su vida había sido un desfile incesante de mentiras. Necesitaba la vida, porque su existencia había sido desperdiciada en las arenas movedizas del pecado. Por ello, se asió al único rayo de esperanza que tenía. Balbuceó: «Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Luc. 23:42).
¿Qué de bueno había hecho en la vida para que Jesús se acordara de él? El ladrón había bebido aguas pestilentes. Acarreaba el hedor del pecado. ¿Qué razón tenía ese desgraciado para creer que Jesús lo recordaría? Pero creyó, y suplicó. Las palabras no habían terminado de salir de sus labios cuando escuchó la respuesta de Jesús: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (vers. 43).
Pronto el corazón del ladrón se detuvo. Pero murió arropado en la seguridad de la salvación en Cristo.
La salvación es solo el comienzo
Esa seguridad no nació de las buenas obras del ladrón; no había hecho nada bueno. Su seguridad nació de las palabras del que puede motivar para las buenas obras. El ladrón arrepentido, ahora salvo en Cristo, no tuvo oportunidad de realizar buenas obras, pero en la cruz recibió dos bendiciones: la salvación y la muerte en Cristo.
Cuando aceptamos a Jesús como nuestro Salvador, recibimos no solo la bendición de la salvación. Vivimos para ser canales de buenas obras que el Espíritu Santo produce en la vida de los salvados.
Muchos creyentes se muestran reacios a usar la expresión «Estoy salvo». Ese recelo nace de dos conceptos equivocados respecto de la gracia. El primero: que «Jesús me salva, por lo que no tengo que preocuparme por lo que hago»; el segundo: que «una vez salvo, para siempre salvo». No obstante, rechazar conceptos equivocados sobre la salvación no significa que deberíamos vivir en incertidumbre constante sobre nuestra salvación en Cristo.
Pablo estaba convencido de que «el que comenzó en vosotros la buena obra la perfeccionará hasta el día de Jesucristo» (Fil. 1:6). La salvación comienza en Cristo (justificación); es vivida en Cristo (santificación); y se completa en él (glorificación).
Romanos capítulo 5 explica de manera maravillosa el tema de la seguridad de la salvación en Cristo. El apóstol Pablo comienza diciendo: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (vers.1). La paz es resultado de la seguridad de que esa salvación es «por medio de Jesucristo». Y termina diciendo: «Porque así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reinará por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro» (vers. 21).
El pecado reinaba, pero no reina más. Ahora reina la gracia en Cristo. Y punto final. La clave de la seguridad de la salvación son las expresiones «por medio de Jesucristo» y «en Cristo», que están tanto en el primero como en el último versículo de Romanos 5. Implican una constante comunión con Jesucristo, nuestra fuente de justicia. Si estamos en él, somos hechos «justicia de Dios» (2 Cor. 5:21). No tenemos que temer el pasado, ni el presente, ni el futuro. Nuestra seguridad no se basa en nuestra capacidad de ser buenos, sino en Cristo, la fuente de todo lo bueno.
Elena White escribió: «Hay personas que han conocido el amor perdonador de Cristo y desean realmente ser hijos de Dios; pero reconocen que su carácter es imperfecto y su vida defectuosa; y propenden a dudar de si sus corazones han sido regenerados por el Espíritu Santo. A los tales quiero decirles que no cedan a la desesperación. A menudo tenemos que postrarnos y llorar a los pies de Jesús por causa de nuestras culpas y equivocaciones; pero no debemos desanimarnos. Aun si somos vencidos por el enemigo, no somos desechados ni abandonados por Dios. No; Cristo está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros […]. Él desea reconciliaros con él, quiere ver su pureza y santidad reflejadas en vosotros. Y si tan solo estáis dispuestos a entregaros a él, el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de nuestro Señor Jesucristo».1
Por ello, «Cuando Satanás acude a decirte que eres un gran pecador, alza los ojos a tu Redentor y habla de sus méritos. Recibirás ayuda al mirar su luz. Reconoce tu pecado, pero di al enemigo que “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Tim. 1:15)».2
Alejandro Bullón es un evangelista cuyo ministerio ha abarcado más de cuarenta años.
1 Elena White, El camino a Cristo (Boise, Id.: Pacific Press Pub. Assn., 1993). p. 64.
2 Ibíd., p. 35.