Exploremos el modelo de Jesús
El reconocido Diccionario de la Real Academia Española define la palabra compasión como el «sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien».¹ Entre los antónimos figuran insensibilidad, crueldad, de corazón frío o duro.
A nadie le gusta que lo llamen «de corazón duro» o «insensible». No obstante, con frecuencia nos preguntamos qué aspecto tiene la compasión. Las respuestas de los líderes políticos y religiosos a las continuas crisis con los refugiados en diversas partes del mundo a menudo incluyen referencias a la compasión. Desafortunadamente, también hay otras reacciones, que incluyen el temor, el rechazo o el nacionalismo. Lo que para algunos es compasión para otros es una traición a los principios. La compasión parece ser un tema polémico, que a menudo produce conflictos apasionados.
«TENGO COMPASIÓN»
El ministerio de Cristo abundó en compasión… y conflicto. Los Evangelios Sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) contiene referencias repetidas a la compasión que Cristo sintió por las personas que encontraba en su camino. Mientras Jesús andaba por Judea y Galilea vio que multitudes lo seguían, entonces «tuvo compasión de ellas» (Mat. 9:36; véase también Mar. 6:34). Esa compasión fue una respuesta a las necesidades de los que lo rodeaban.
Jesús vio a estas personas y supo que «estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor» (Mat. 9:36). Las ovejas pueden ser tercas y necias, pero están perdidas sin un pastor que supla sus necesidades. Jesús realmente veía a las personas que lo rodeaban. No daba una rápida mirada entre la multitud. Conocía las angustias individuales, cada culpa, cada corazón y cuerpo enfermos. La compasión lo llevó a sanar sus heridas y perdonar sus pecados, a renovar sus corazones y restaurar sus cuerpos (Mat. 14:14). La compasión lo movió a alimentar a una multitud de más de cuatro mil que lo había seguido durante tres días (Mat. 15:32-38; Mar. 8:1-10).
No obstante, la compasión de Jesús no se limitaba a las multitudes o a un «mundo anónimo». Se relacionaba con las personas en forma individual. Tocó a dos mendigos ciegos en las afueras de Jericó y sanó sus cegueras (Mat. 20:34). Tocó y sanó a un leproso que clamaba por restauración (Mar. 1:41, 42). Tocar a un leproso lo volvía ceremonialmente impuro. No podía entrar al templo a menos que cumpliera con la purificación ritual. Cuando Jesús vio el dolor de una viuda que había perdido a su único hijo (y en consecuencia, su único soporte financiero), la compasión que sintió por ella lo movió a la acción. «No llores» (Luc. 7:13) significaba realmente que la muerte no podía prevalecer. «Joven, a ti te digo, levántate» (vers. 14) anticipa una victoria segura. Jesús resucitó a varios individuos durante el tiempo que pasó en la tierra. Todas esas resurrecciones demostraron su gran compasión y compromiso de salvar a los perdidos y moribundos.
Jesús conocía el poder de la compasión. La motivación y las actitudes eran una parte profunda de sus enseñanzas. En una de sus más famosas historias, la parábola del buen samaritano, la falta de compasión distingue a los buenos de los malos (Luc. 10:33). Es el samaritano, el odiado forastero, que siente compasión y cuida del herido, no el sacerdote ni el levita. No era así como se contaban historias en el judaísmo del siglo I. Los sacerdotes, los levitas y los escribas eran los que hacían la voluntad de Dios. Al menos, los que pública y repetidamente afirmaban hacerlo.
COMPASIÓN Y CONFLICTO
La relación de Jesús con los líderes judíos fue compleja. Dedicó tiempo a alimentar la fe naciente de Nicodemo durante un diálogo nocturno (Juan 3). Sanó a la hija de Jairo, el gobernante de la sinagoga local, en respuesta al clamor de su padre (Mar. 5:21-43; Luc. 8:40-56). Comió repetidamente en los hogares de los fariseos (Luc. 7:36-50; 14:1). Jesús sabía que todo el mundo –incluidos los fariseos, saduceos y escribas– necesitaban de su gracia.
A menudo, sin embargo, se halló en conflicto con los líderes. Seguían cada uno de sus movimientos; le tendían trampas y soñaban con complots para hacerle decir algo que finalmente le costara la vida.
Jesús no buscaba los conflictos, si bien jamás transigió sus principios. Por el contrario, lloró por los que habían inoculado su corazón contra la influencia enternecedora del Espíritu de Dios (Luc. 19:41-44; Mat. 23:37-39). Cuando pronunció juicio contra los líderes judíos de su tiempo (Mat. 23:13-39), tenía lágrimas en los ojos.² Aunque jamás titubeó bajo las críticas despiadadas, su corazón anhelaba la transformación de sus oyentes. La compasión de Jesús abarca no solo a la nación judía: la salvación es dirigida «al mundo» (Juan 3:16). Su orden final, que reporta el Evangelio de Mateo, insta a sus seguidores para que hagan discípulos «a todas las naciones» (Mat. 28:19). Jamás pensó en pequeño ni limitó la oferta de su gracia.
LA MISMA MENTALIDAD DE JESÚS
El himno de Pablo que describe la mentalidad y actitud de Jesús en Filipenses 2:5-8 es clave para comprender la compasión de Jesús. El Creador del universo, siendo igual a Dios, «se despojó a sí mismo, tomó la forma de siervo», y se hizo obediente hasta «la muerte de cruz».
¿Cómo puede ser? Esta clase de compromiso es posible solo cuando es impulsado por el amor; por un amor desinteresado, que siempre da y nunca cambia. Vemos vislumbres de esa clase de amor al repasar la historia de Jesús en las Escrituras. Recibimos indicios de ese compromiso cuando vemos a Jesús y su participación con el mundo, incluidos sus enemigos. El amor de Jesús, el amor de Dios, es el único motor viable que impulsa la compasión por un mundo que buscó lastimarlo y, en último término, matarlo.
Elena White resumió perfectamente ese tipo de amor: «Todo el amor paterno que se haya transmitido de generación a generación por medio de los corazones humanos, todos los manantiales de ternura que se hayan abierto en las almas de los hombres, son tan solo como una gota del ilimitado océano, cuando se comparan con el amor infinito e inagotable de Dios. La lengua no lo puede expresar, la pluma no lo puede describir. Podéis meditar en él cada día de vuestra vida; podéis escudriñar las Escrituras diligentemente a fin de comprenderlo; podéis dedicar toda facultad y capacidad que Dios os ha dado al esfuerzo de comprender el amor y la compasión del Padre celestial; y aún queda la infinidad. Podéis estudiar este amor durante siglos, sin comprender nunca plenamente la longitud y la anchura, la profundidad y la altura del amor de Dios al dar a su Hijo para que muriese por el mundo. La eternidad misma no lo revelará nunca plenamente».³
¡Yo necesito ese tipo de amor en mi vida!
¹ Véase https://dle.rae.es/compasi%C3%B3n?m=form, visitado el 25 de febrero de 2020.
² Véase Elena White, El Deseado de todas las gentes (Mountain View, Calif.: Pacific Press Pub. Asoc., 1955), p. 572: «La compasión divina se leía en el semblante del Hijo de Dios mientras dirigía una última mirada al templo y luego a sus oyentes. Con voz ahogada por la profunda angustia de su corazón y amargas lágrimas, exclamó: “¡Jerusalén, Jerusalén […]!”»
³ Elena White, Testimonios para la iglesia (Doral, Fl.: Asoc. Publ. Interamericana, 1998), t. 5, p. 691.