¿A qué clase de iglesia quiero pertenecer?
¿Cuál es tu iglesia?»
Durante gran parte de 2019, temblaba ante esa pregunta. Cada vez que procuraba responder la pregunta sinceramente, la reacción que recibía me estremecía. No importa dónde estuviera: en el trabajo con colegas, entre familiares que no había visto por un buen tiempo, con mis compañeros de clase o aun entre extraños en la peluquería local. Sus respuestas variaban pero siempre iban en la misma dirección.
«¿Por qué tienes que ir a esa iglesia?»
«Con todas las cosas negativas que se escriben y escuchan de los miembros de tu iglesia, ¿por qué aún profesas esa fe?»
«¿Hay aún cristianos llenos del Espíritu en tu iglesia?»
«Siempre he respetado a los adventistas porque se han mostrado cristianos sólidos, sobrios y solícitos con sana doctrina. ¿Qué les pasó?»
Ese último comentario de un médico colega del hospital donde trabajo fue como una flecha que me atravesó el corazón. No sabía qué decir. ¿Cómo responder a esa pregunta, sabiendo lo que andaban diciendo los medios? La televisión, los periódicos y las estaciones de radio de mi país habían estado inundadas de informes de peleas internas entre los miembros, algunos que hasta se habían expresado con violencia sobre temas polémicos. ¿Cómo defender a mi iglesia en medio de esas demostraciones públicas de enojo, amargura y conflicto de algunos de sus miembros? ¿No era esto algo que se oponía por completo a los principios cristianos fundamentales? Necesitaba mucho valor para defender mi fe y la comunidad de mi iglesia, para ser un portaestandarte fiel, en especial cuando ese estandarte había sido mancillado con noticias de miembros de iglesia que se peleaban entre sí.
De chico, crecí sabiendo que los adventistas siempre habían sido considerados un pueblo «peculiar» en esa parte del mundo (es decir, «raros», a diferencia de lo que expresa 1 Pedro 2:9). Eran conocidos mayormente por su devoción por la soya y por negarse a participar en actividades escolares y laborales en el séptimo día. Pero ahora, a comienzos de 2020, los sentimientos populares sobre los adventistas llevaban un bagaje mucho más grande de lo imaginado.
¿A qué clase de iglesia quiero pertenecer? me he preguntado. Quiero que mi iglesia sea conocida por su amor y aceptación. Como adventista, quiero que me conozcan por mi compasión hacia todos. Quiero ser conocido por mi inclusividad, por aceptar a todos sin temor, favor o prejuicio. Quiero que me conozcan por mi amabilidad, bondad, fe y benignidad, entre otros frutos del Espíritu (Gal. 5:22-23). Quiero ser conocido por mi integridad, lealtad, generosidad, calidez y gozo.
Lo que es más importante, si Jesús fuera un adventista que vive en 2020, ¿por qué cosas le gustaría que lo conozcan? Por cierto, no por las enérgicas disputas locales de 2019. Por el contrario, él nos recuerda enfáticamente: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros» (Juan 13:35; la cursiva es mía). Ese amor comienza contigo y conmigo. ¿Cómo tratamos a los que nos rodean, aun cuando nadie esté mirando? ¿Mantenemos la calma, y proclamamos el mensaje de amor de Cristo con nuestras acciones? ¿Somos conocidos antes que nada por ser la denominación cristiana más amante sobre la tierra? ¿O nos conocen mayormente por nuestra inamovible propensión a la doctrina, cueste lo que cueste?
Quiero pertenecer a una iglesia…compasiva.
Quiero pertenecer a una iglesia en la que el amor sea el centro de todo.