El momento de silencio fue remplazado por un terror total cuando una flotilla de canoas de guerra totalmente armadas zarpó desde la orilla de la laguna.
Antes de que el capitán Gilbert McLaren o su tripulación pudieran arrancar el motor y levantar el ancla, se vieron rodeados por una flota de coloridas canoas de guerra llenas de los caníbales más aterradores que pudieran haber imaginado. Como una pesadilla hecha realidad, los vociferantes guerreros se movieron para atacar la chalupa misionera.
Los marineros lo habían anticipado. El capitán McLaren había mantenido en secreto su destino hasta que el Veilomani I se había alejado varios días del puerto. El capitán creía que Dios lo estaba llamando para dar las buenas nuevas de Cristo al pueblo más feroz de la tierra: los caníbales de Mussau. Ya habían matado al otro misionero, lo habían comido y habían quemado su Biblia. ¡Sobrevivir en ese lugar requería una intervención directa de Dios!
«¡Nos matarán!» «Nos comerán como hicieron con el otro misionero». «Aun los funcionarios del gobierno se abstienen de visitar a los caníbales de Mussau». «No iremos».
Pero el capitán sabía que Dios lo había llamado a Mussau. La visión era clara, y la describió a sus hombres en detalle.
«Sí, los habitantes del sur de Mussau son caníbales sedientos de sangre, dueños del mar, y hacen la guerra a todas las islas cercanas donde comen a sus cautivos. Adoran a los demonios, viven en aldeas mugrientas, se recubren de grasa de cerdo, cuelgan los huesos de sus enemigos alrededor de sus cuellos, y dan alaridos de guerra que derriten el valor de los guerreros más temerarios. A pesar de ello, Dios nos ha llamado a hablar de su amor a este grupo de sus hijos».
* * *
Llevó varias horas que los marineros accedieran, se arrodillaran con su dedicado capitán y le rogaran a Dios que los protegiera del pueblo de Mussau. Los vientos favorables y el clima calmo los habían llevado por las demás islas de Nueva Guinea. Pero ahora, mientras navegaban hacia el extremo sur de Mussau, fueron recibidos con el aterrador retumbo de tambores y gritos de guerreros en estado de ebriedad. Con el corazón en la garganta, los marineros avanzaron en el Veilomani I hasta la gran laguna costera, tiraron el ancla y apagaron el motor.
El momento de silencio fue remplazado por un terror total cuando una flotilla de canoas de guerra totalmente armadas zarpó desde la orilla de la laguna. Los tambores, golpeteados por guerreros invisibles en la profundidad de las palmeras, impulsaron a las canoas hasta que rápidamente rodearon la pequeña chalupa misionera. Cuando el golpeteo de los tambores cambió, cada integrante de las canoas cambió los remos por hachas, lanzas, arcos y flechas y largos cuchillos de la selva. La tripulación del Veilomani I tembló aterrada y casi sin respirar.
Bueno, no todos. El capitán McLaren permaneció parado en el centro de la cubierta y lentamente comenzó a cantar.
«A cualquiera parte sin temor iré,
Si Jesús dirige mi inseguro pie,
Sin su compañía todo es pavor,
Mas si él me guía no tendré temor».
El resto de los hombres se le sumaron en la segunda estrofa, y en la tercera. Cantaron una y otra vez el coro, mientras los caníbales de Mussau se sentaban silenciosamente en sus canoas de guerra, embelesados por el sonido de la alabanza.
Los marineros cantaron todos los himnos que podían recordar, e inventaron varios nuevos. Entonces los volvieron a cantar, transformando su terror en asombro mientras los caníbales se relajaban, deponían sus armas, y escuchaban los cánticos celestiales. Varias horas más tarde, mientras el sol desaparecía en el mar, el cacique ordenó que las canoas regresaran a la silenciosa aldea. Los marineros arrancaron rápidamente el motor y levaron el ancla para ir en busca de un lugar seguro.
«No –dijo enfáticamente el capitán McLaren–. No podemos irnos. El Señor nos ha dado una apertura a los corazones y mentes de esta gente. Tenemos que quedarnos». Esa noche, el capitán se sentó solo en la cubierta, mientras lo envolvían las tinieblas y hablaba con Dios sobre sus hijos en las selvas de Mussau.
* * *
A la salida del sol, una canoa de guerra regresó con dos guerreros y el cacique, acercándose a la chalupa misionera para pedir más cánticos. Los marineros cantaron todos los himnos que conocían, cantando por sus vidas, hasta que sus voces apenas podían seguir produciendo melodías. Cerca del mediodía, el cacique se alzó en la canoa de guerra y, hablando en un rudimentario inglés pidgin, preguntó si el capitán podía enseñar a su gente a cantar así.
«Sí –respondió el capitán McLaren–. Podemos enseñarles a cantar, pero también tenemos que abrir una escuela para enseñarles a leer y escribir y cantar. ¿Puedo darles un maestro?»
Al jefe no le gustaron las palabras de McLaren. Pero después de consultar con sus consejeros, aceptó que el capitán y sus hombres desembarcaran para comenzar una escuela. «Para nuestros niños», dijo.
—Jamás pensé en cantar –uno de los marineros le dijo al capitán–. Fue genial.
—No fue genial –respondió McLaren–. Tenía tanto miedo que hice lo primero que Dios me puso en la cabeza. Canté, casi seguro de que sería mi última acción sobre esta tierra. Pero Dios se reveló, impresionándonos a hacer lo correcto, en el momento correcto y a su manera.
El 18 de abril de 1931, el Veilomani I regresó a Mussau con tres maestros: Oti, de las Islas Salomón; y Ereman y Tolai, de la cercana Rabaul. El cacique los recibió, comprobó que podían cantar, y entonces les ayudó a construir chozas de palma como vivienda y para la escuela. Cuando todo estuvo listo, los maestros comenzaron la primera clase… ¡con un cántico! Toda la aldea, y habitantes de las montañas y otras secciones de la isla, se acercaron a escuchar y practicar las melodías con los niños.
Al entonar cánticos iniciaron un proceso que los llevó a aprender sobre el amor de Dios y la vida de sus hijos. Antes de no mucho, los caníbales de Mussau se convirtieron al cristianismo y comenzaron a leer la Biblia en lengua pidgin. Renunciaron a sus dioses de demonios, adoptaron una alimentación saludable, empezaron a beber agua pura y a entonar cánticos todos los sábados.
«Con Jesús, por doquier,
Sin temor iré.
Si Jesús me guía nada temeré».
Escuché esta historia por primera vez de parte de John Hancock, director del Departamento de Jóvenes de la Asociación General, poco después de que él y James Harris, director del mismo departamento en la División del Pacífico Sur, hubieran visitado Mussau.
Dick Duerksen es pastor y narrador, y vive en Portland, Oregón, Estados Unidos.