Quiero pertenecer a una iglesia . . . compasiva.
«Jesús dijo: “Alguien me ha tocado, porque yo he sentido que ha salido poder de mí”» (Luc. 8:46).
Aún recuerdo la mañana en la que aprendí el significado real de la
compasión.
En mis momentos diarios con Dios, estaba leyendo un libro sobre
los milagros de sanación de Cristo. Cada mañana, me deleitaba en una comprensión más profunda del contexto cultural y social de los muchos milagros de Jesús; en la impresionante sensibilidad que mostró por los marginados; en la disposición del bondadoso Sanador de adaptar su atención a las necesidades particulares de cada individuo.
No obstante, cuando llegué a la historia de la mujer en la multitud
que fue sanada cuando tocó el borde del manto de Jesús, me detuve a
absorber la perspectiva fundamental del comentarista.
Para Jesús, sanar a los que sufrían tuvo un costo, destacaba el autor.
Energía salió de él, y lo notó.
Al igual que muchos de mis compañeros adventistas, había identificado la «compasión» con las cosas fáciles que hacíamos para servir a la comunidad. Íbamos en grupo a cantar a los asilos de ancianos. Recolectábamos alimentos no perecederos de los vecinos, para distribuir entre los que quedaban afuera de la red de seguridad social. Como parte de la campaña anual de Recolección, golpeábamos las puertas en medio del hielo y la nieve pidiendo «una colaboración para los pobres».
No obstante, más allá de la incomodidad ocasional de una noche fría
llamando a las puertas del vecindario, el costo para nosotros era mínimo.
Era el extra que invertíamos –lo que nos sobraba de tiempo y energía– y
por lo general, solo si encajaba dentro de nuestros horarios de trabajo,
juego y estudio. La compasión que practicábamos bendecía por cierto a
los ancianos y los solitarios. Ayudaba a las familias que sufrían en medio
de la tragedia y la pérdida, y las víctimas lejanas, afectadas por la pobreza
y la guerra. Pero mayormente nos daba ese sentido cálido y cómodo de
haber hecho algo que semejaba las acciones de Jesús.
Esa mañana hace ya mucho tiempo, comencé a darme cuenta de la amplia brecha entre la fácil contribución de mis extras y la profunda dadivosidad de quien se daba a sí mismo por los necesitados. ¿Cómo podía, en las palabras de un cántico cristiano, «ofrecer algo que no me costara nada»?
Y así, mediante la gracia, mi mundo comenzó a cambiar, a menudo de
a poco, en ocasiones luchando con el orgullo o la prisa. Llegué a valorar
la compasión de Cristo como el don de su cuidado y su tiempo: Ambos le
costaron a él, y también me costarán a mí. Llegué a atesorar a las personas
piadosas que practican la compasión de Cristo al compartir a gran costo su
tiempo y amor conmigo. Vi en ellos la imagen de mi Salvador y mi Sanador,
y aprendí a orar por los que están más allá de mi círculo de amigos.
Al igual que con cualquier otra virtud, la compasión es siempre un «trabajo en proceso». En la gracia, aprendemos el significado más profundo de las cosas que creíamos saber. Nuestra visión se aclara; nuestras manos se relajan; nuestros corazones se tornan más cálidos. Abrimos más que nuestras billeteras y monederos. Y en el laboratorio de cada congregación, comenzamos a practicar habilidades de bondad y entrega que aún tienen que llenar los vecindarios, los barrios, los distritos, las favelas y las villas miseria.
Quiero pertenecer a una iglesia . . . compasiva.