El conductor salió del auto, los miró con curiosidad, y dijo: «Entonces, ¿van a entrar o no?»
En un cálido día de verano de 2012, Misha Kovach llevó a su esposa Oksana a un viaje desde el pueblo fronterizo de Uzhhorod, en Ucrania, a Nyíregyháza, en Hungría. «Era una salida especial –cuenta Misha–. Fuimos a hacer compras».
Misha había aceptado el cristianismo hacía poco, pero Oksana rechazaba la idea, pensando que Misha había perdido la cabeza al creer en esas fantasías.
Dejaron su automóvil en la estación de tren, y tomaron un tren en la ciudad cercana de Chop, en el oeste de Ucrania, cerca de las fronteras con Eslovaquia y Hungría. Chop está al lado del río Tisza, frente al pueblo húngaro de Záhony, y a ambos lados del puente que cruza el río había controles muy estrictos.
* * *
El tren llevó a Oksana y Misha hasta Záhony, y luego 65 kilómetros más hasta su destino. En Nyíregyháza (Hungría), pasaron el cálido día de verano caminando por toda la ciudad, y haciendo compras en varias tiendas. Para Oksana, no era algo pequeño, dado que la cultura ucraniana dicta que es necesario andar bien vestida y de tacos altos. Antes de no mucho, ambos estaban exhaustos.
Cuando habían terminado las compras, tomaron el tren desde Nyíregyháza de regreso a Záhony, donde tuvieron un importante problema de horarios.
El tren que tenía que llevarlos por el puente y los restantes seis kilómetros hasta donde habían dejado el automóvil en Chop se atrasó, y no llegó por más de cuatro horas.
El retraso era un gran problema, porque habían dejado a sus hijas –Anastasia, de 10 años, y Sofía, de 3– y necesitaban regresar rápidamente. Estaban desesperados y querían llegar a la casa tan pronto como fuera posible. Oksana, exhausta y ansiosa por llegar a la casa para ver a sus hijas, no quería esperar cuatro horas hasta el próximo tren.
—¿A qué distancia está el auto? –le preguntó a Misha.
—Hay alrededor de un kilómetro y medio hasta la frontera, y cinco kilómetros más hasta el auto –le respondió él.
Ella estaba decidida, preocupada, cansada, estresada y un poco incómoda. Además, el calor del verano seguía siendo intenso, y no bajaba de treinta grados.
Oksana pasó de estar incómoda a muy molesta. La salida tan bien planificada ya no parecía una buena idea. «¿Por qué planeaste esta salida? –le gritó a Mishka–. Ahora tenemos que caminar un kilómetro y medio hasta la frontera, encontrar a alguien que nos cruce, y entonces caminar cinco kilómetros más».
Caminaron juntos el kilómetro y medio hasta la frontera, donde comenzaron a pedir que alguien los cruzara a su país. Pero todos les decían: «No, no puedo llevarlos», por temor de que tuvieran drogas u otro contrabando ilegal y que por esa razón terminara en la cárcel.
* * *
Cuando ninguno de sus intentos funcionó, Misha se volvió a su esposa y le dijo:
—Oksana, tenemos un Dios que conoce nuestros problemas. Podemos orar y él hará que alguien nos lleve.
—Estás loco –dijo Oksana–. No quiero ser parte de tu ilusión de que Dios puede hacer que un auto se detenga para llevarnos. Pero veamos quién puede conseguir primero un auto, yo, o tú y tu Dios.
Después de decir eso, Oksana caminó unos quince metros hasta el otro lado de la ruta, decidida a «darle una demostración a Misha».
«Padre –oró Misha, lo suficientemente alto para que Oksana lo escuchara–. Tú sabes que necesitamos que un auto se detenga y nos cruce al otro lado para regresar a casa a estar con nuestras hijas. Por favor, envíanos un auto. En el nombre de Jesús, amén».
Ni Oksana ni Misha hicieron señas al siguiente automóvil, pero unos sesenta segundos después de que Misha oró, un auto se detuvo. El conductor salió del auto, los miró con curiosidad, y dijo: «Entonces, ¿van a entrar o no?»
—¿Conoces a este hombre –le pre- guntó Misha a Oksana.
—Jamás lo he visto –contestó ella–. ¿Y tú lo conoces?
—No –respondió Misha–. Yo tampoco lo conozco.
—¿Nos está invitando a entrar al auto? –preguntó Misha al conductor.
—¡Sí! –les respondió el hombre.
Después del control en la frontera húngara, cuando aún estaban sobre el puente, el conductor se volvió al matrimonio sentado en los asientos traseros y les dijo:
—Tengo que decirles algo. Jamás me detengo para llevar a alguien porque es muy peligroso. Pero mientras me estaba acercando a la frontera, escuché que una voz me ordenó detenerme e invitarlos a subir. Tal vez piensen que estoy loco por escuchar esa voz, pero…
—No está loco –dijo Misha rápidamente–. Yo sé que escuchó esa voz, porque sesenta segundos antes de que se detuviera, le pedí a Dios que lo encontrara y lo hiciera detenerse.
El conductor quedó impresionado de que Dios hablara directamente con dos personas diferentes, sin conexión alguna.
—Tiene que haber sido Dios el que respondió su oración –le dijo–. Solo él podría hacer una conexión semejante.
El conductor, aún impresionado, condujo a Misha y Oksana directamente hasta donde estaba su auto. Al llegar, salió del automóvil y les compró a ambos una bebida. Misha le dijo:
—No tiene que comprarnos nada; nosotros deberíamos comprarle algo a usted.
—Oh no –le respondió el conductor–. Absolutamente no. Yo pago, porque hoy, por primera vez en mi vida, sé con toda seguridad que mi Dios me habla.
Al rememorar ese día, tanto Oksana como Misha lo recuerdan como una de sus mejores salidas. Oksana llegó a ser cristiana, citando ese evento y la fe de su esposo como su primera experiencia que la llevó a saber que Dios es real y que realmente se interesa en cada uno de sus hijos. .