Jesús no encajaba en sus expectativas. La mayoría no estaba dispuesta a que Jesús reformulara su perspectiva del Mesías.
En la intersección del siglo XIX al XX, el misionero y teólogo Albert Schweitzer, en una obra clásica sobre la vida y el ministerio de Cristo, acusó al establishment de su tiempo de transformar a Jesús en un «Jesús de fabricación propia».* Los valores y la cultura de la Europa del siglo XIX habían influido en teólogos, pastores y miembros de iglesia hasta el punto que, a sabiendas o no, el «Jesús construido» encajaba cómodamente en los bancos de las iglesias y catedrales. En lugar de ser transformados al «contemplar a Jesús», los cristianos habían transformado a «Jesús» en un producto de su imaginación.
La acusación de Schweitzer se aplica también a la clase dirigente del tiempo de Cristo. Los líderes religiosos no reconocieron a Jesús como el Mesías largamente esperado y, por el contrario, lo crucificaron.
Aunque la generación del siglo I se basaba en una lectura pública del Antiguo Testamento, seguía la ley de Moisés como cuestión de identidad nacional y comprendía que estaba en la encrucijada de la profecía bíblica, no logró reconocer a Jesús como su Salvador. Jesús no encajaba en sus expectativas. La mayoría no estaba dispuesta a que Jesús reformulara su perspectiva del Mesías.
Innovación teológica
El ambiente del judaísmo del siglo I era de muchas maneras similar al actual: una nación judía fragmentada y polarizada en medio de sentimientos extendidos sobre el fin del tiempo. Todos aguardaban que Dios designara a algún agente humano como el prometido «Ungido» quien –al igual que Ciro– los liberaría.
Los saduceos y herodianos se habían acomodado al sistema político y cultural prevaleciente y estaban interesados en conservar un delicado equilibrio del poder.
Los fariseos esperaban un mesías político que los liberaría de la Roma pagana y abriría las puertas a una nación-estado judía. Los zelotes buscaban una solución militar al problema. Los esenios, frustrados con la corrupción religiosa, se retiraron a colinas aisladas para trabajar por su salvación. Observaban meticulosamente todas las reglas de pureza, y aguardaban al «Maestro de Justicia» que confirmara su santidad y justicia. Cada uno de estos grupos citaba textos probatorios favoritos para defender la misión del Mesías y el fin del tiempo, pero Jesús rehuyó de todas esas perspectivas.
Jesús animó a sus creyentes para que estuvieran inmersos en todas las Escrituras, no solo en sus pasajes favoritos.
La primera innovación de Jesús fue unir múltiples corrientes del Antiguo Testamento en su enseñanza y ministerio. Jesús se veía (de conformidad con las expectativas judías) como el cumplimiento del pacto abrahámico y la línea real davídica. No obstante, también adoptó el papel del nuevo Moisés, que liberaría a los judíos y gentiles mediante su sangre. También en la posición antitípica de Eliseo, que cuidó y renovó la fe de los que buscaban a Dios, y como el Juez escatológico según se presenta en Daniel, en la visión del Hijo del hombre (Dan. 7; Mat. 24).
No es de asombrar que todos los esfuerzos de los compatriotas de Jesús por definirlo fracasaron miserablemente. Contra las nociones de un mesías nacional, Jesús citó el pacto fundador con los israelitas: Todas las naciones serán bendecidas por medio de Abraham (Gén. 22:18; Mat. 1:1-14, Jesús declaró su misión de «salvar a los pecadores» (Mar. 2:17). Contra la afirmación de poder terrenal, Jesús señaló que su trono se encontraba a la diestra de Dios. Aunque Jesús fundó su ministerio en las Escrituras, sus compatriotas estaban tan consumidos por su propia visión del Mesías que no pudieron ver a Jesús por lo que en verdad era: el Salvador de toda la humanidad, no de sí misma, sino del pecado.
El templo viviente
La primera innovación de Jesús fue por cierto controvertida, pero no digna de una sentencia de muerte. La segunda innovación, sin embargo, conllevaba la acusación de blasfemia y una sentencia de muerte: Jesús afirmó su divinidad al expresar autoridad sobre el templo, remplazando aun la estructura física con su propio cuerpo. Los «ungidos», o las figuras mesiánicas en el Antiguo Testamento, podían ser reyes, sacerdotes o dignatarios extranjeros que obraban en nombre de Dios para su pueblo (Isa. 45:1). Nadie esperaba que fuera una figura divina.
Jesús, sin embargo, afirmó ser más que un mesías humano. Es el Mesías e Hijo de Dios (Mat. 4:17; 16:16). Para transmitir este mensaje a su audiencia, Jesús escogió compararse y contrastarse con el templo. El sumo sacerdote en el juicio de Jesús reconoció sin querer la afirmación de Jesús al dictar sentencia: Jesús proclamó que su cuerpo remplazaba al templo (Mat. 26:61). Para los judíos era un sacrilegio. El templo no solo era un lugar santo sino el lugar santísimo. Era el lugar donde habitaba Dios en medio de la humanidad, por lo que era sinónimo de Dios y su carácter. Afirmar autoridad y superioridad sobre el templo era usurpar al mismo Dios.
En la creación misma, Dios separó un tiempo sagrado, el sábado, pero también un espacio de encuentro sagrado: el primer «templo» fue el Edén, donde Dios caminaba con Adán y Eva. Entonces, en el Sinaí, Dios instruyó a Moisés para que edificara un santuario de acuerdo con el modelo divino, añadiendo sacrificios rituales que simbolizaran la restauración de la relación entre la humanidad y Dios. Salomón transformó esa tienda temporal en una magnífica maravilla arquitectónica digna de la aparición de la shejiná de Dios mismo.
Pero Jesús desafió este lugar físico permanente de diversas maneras. En primer lugar, reclamó autoridad sobre las instalaciones al purificar el templo (Mat. 21:12, 13). En segundo lugar, Jesús –por su propia autoridad al expresar «os digo»– dictó mandamientos (Mat. 5-7), como si él mismo fuera el autor del Decálogo. En tercer lugar, Jesús perdonó pecados sin requerir un sacrificio, desafiando así los rituales del templo (Mar. 2:1-11). Por último, Jesús, en las instalaciones del templo, contrastó su propio cuerpo con el edificio físico. «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Juan 2:19).
Jesús anticipó que la cruz haría que el templo físico perdiera el significado. Dios ya no residiría allí. Por el contrario, Jesús remplazaría completamente la función del templo mediante su cuerpo quebrantado y levantado en la cruz. En Jesús, Dios se encontró con la humanidad y, mediante su sangre, libró a todos del pecado. Desde el comienzo hasta el fin, el evangelio de Mateo afirma que Jesús, como Hijo de Dios, usurpó legítimamente el templo. En Jesús, Dios caminó con nosotros. Él es Emanuel, «Dios con nosotros» (Mat. 1:23). Y mediante la cruz, Dios restauró a la humanidad. El templo ha perdido su significado (Mat. 27:51).
La evaluación de Schweitzer también imputa a los creyentes del presente. Es natural crear una imagen mental de Jesús y asociar valores, rasgos de carácter y características físicas a esta imagen. Al igual que las personas del tiempo de la primera venida de Cristo, los cristianos aguardan la segunda venida con igual certeza sobre su Salvador. A menudo estas ideas son una reflexión de la cultura y el tiempo en que vivimos, y nuestros deseos y luchas personales. El Jesús real siempre nos sorprenderá. Él es más que la imagen que tenemos de él, y más que la suma de nuestros pasajes bíblicos favoritos. Por supuesto que es así. De lo contrario, no sería «Dios con nosotros».
* Albert Schweitzer, The Quest of the Historical Jesus: A Critical Study of its Progress from Reimarus to Wrede, trad. W. Montgomery, seg. ed.(London: Adam and Charles Black, 1911), p. 397.