El polvo se colaba por los hoyos oxidados del piso de la vieja camioneta de la misión. El caño de escape anunciaba que […]
El polvo se colaba por los hoyos oxidados del piso de la vieja camioneta de la misión. El caño de escape anunciaba que seguíamos avanzando, mientras nos sacudíamos de un lado a otro entre los cráteres de las calles de tierra de la capital del país.
Tres pequeñas iglesias adventistas «subterráneas» habían sobrevivido la brutal matanza que había asolado el sur del país. La paz, negociada por las Naciones Unidas, había llevado a que los líderes me invitaran a trazar planes para esparcir el evangelio. Mientras la desesperación flotaba en el aire, me enfoqué en recordar que Jesús estaba allí. Asistieron cuarenta y dos miembros. Percibí la pasión que tenían. Planeaban, hablaban e imaginaban doce congregaciones nuevas, una sede de ADRA y una estación de radio.
Jamás olvidaré la imperiosa pregunta que me hicieron la última tarde que estuve con ellos: «Pastor, sabemos que el Espíritu Santo nos dará la fuerza del cielo pero, ¿cómo lo lograremos?»
Convencido de que lo mejor era la simpleza, contesté: «Es simple, pero no puede haber excepciones. Si quieren que la iglesia crezca, cada uno, más allá de sus talentos, necesita hacer algo para el Señor. Cada uno».
Dieciséis meses después, me senté en una de las sillas desvencijadas de la misión. Se habían establecido catorce nuevas congregaciones, lo que ahora totalizaban diecisiete congregaciones en la ciudad. ADRA tenía su sede allí a pocos metros, en el mismo edificio. Se escuchaba música cristiana de fondo proveniente de la radio adventista, la única radio FM en toda la ciudad.
Todo era un milagro. «Es simple –dijo el presidente de la misión–. Trabajar y orar. Así es: trabajar y orar». Con el gozo del Señor, me informó que conocería a los nuevos miembros el siguiente sábado en un encuentro de las iglesias de toda la ciudad.
El sábado de mañana, caminé la corta distancia desde el hotel al lugar del encuentro. En una atestada intersección, noté a un joven que iba rápidamente de persona a persona, ofreciendo a cada una un papel pequeño. Creí que era un sastre, mecánico o peluquero que promocionaba su oficio.
Me entregó un papel en un idioma que no podía leer, ni procuré hacerlo. Pero aunque no podía leer lo que decía, reconocí inmediatamente el logotipo de la Iglesia Adventista.
—¿Eres adventista? –le pregunté.
—Sí, desde hace dos meses –me contestó.
—¿Por qué estás aquí? –le pregunté, sabiendo que el lugar de la reunión multitudinaria era más adelante.
Balbuceando en inglés básico, me contestó:
—Míster, en Iglesia Siete Días todos trabajo para Dios. Todos.
—¿Cuál es tu tarea? –le pregunté, y con una mirada de sagrada satisfacción, me respondió:
—Míster, ¡soy saludador del Kilómetro 1! Somos siete haciendo esto.
Repasé inmediatamente el trabajo de la comisión de nombramientos de la iglesia local. Recordé que se habían recomendado ancianos, diáconos, maestros de Escuela Sabática, tesoreros, líderes de Conquistadores, líderes de Servicios Comunitarios y muchos otros. Pero en ningún lugar, absolutamente en ningún lugar, podía recordar un cargo conocido como el saludador del Kilómetro 1.
Esa mañana me paré a hablar ante mil doscientos adventistas. Comencé diciendo: «Les pido que se pongan de pie si están asistiendo por primera vez porque fueron invitados por un saludador del Kilómetro 1». Conté veintiocho personas. La creatividad del Espíritu Santo desafía a que cada iglesia se pregunte: «¿Cuál es nuestra versión del saludador del Kilómetro 1?».
Michael L. Ryan
Fue vicepresidente de la Asociación General.