Jesús sabe que no es fácil vivir tan lejos del hogar.
Una travesía que me expuso como nunca antes.
«No creo que mamá pasará de esta noche». La voz de mi hermana al teléfono denotaba cansancio. Mamá había comenzado a caerse con más frecuencia, y ahora yacía en el hospital con una herida en la cabeza y significativas hemorragias internas. Arrojé una maleta en la cama mientras mi hijo buscaba en línea por un billete de avión desde Boise (Idaho, EE. UU.) a Ciudad del Cabo (Sudáfrica). Tres horas después estaba en camino al aeropuerto, mientras oraba para que pudiera llegar a tiempo para despedirme. No es fácil vivir tan lejos de casa.
Los siguientes días fueron una montaña rusa: cuatro hijas desde los cuatro extremos del mundo se reunieron junto a la cama del hospital, tratando con gran esfuerzo de determinar qué hacer con mamá. A veces, ella entendía lo que sucedía, pero a menudo la veíamos luchando por comprender por qué estábamos todas allí. Nos rompía el corazón cuando nos rogaba que la lleváramos a casa.
Una decisión difícil
Una semana después, dos de mis hermanas tuvieron que regresar a sus hogares, y yo me quedé para ayudar a mi madre en la transición del centro de rehabilitación al centro de cuidados especiales. Sus progresos eran lentos, y cuando el médico recomendó que permaneciera más tiempo en rehabilitación, decidí retrasar mi regreso. Al mismo tiempo, la pandemia del COVID-19 comenzaba a envolver rápidamente el planeta. Europa se había convertido en el nuevo epicentro, sobrepasando a China, y todo indicaba que pronto surgirían otros epicentros aquí y allá.
Mi hijo me llamó desde la ciudad de Washington, ansioso de que regresara y preocupado porque quedaría varada si posponía el vuelo. Las cosas comenzaron a parecer surrealistas, y mi corazón anhelaba regresar a casa. ¿Cómo escoger cuando el hogar se encuentra en dos lugares? Finalmente decidí regresar a Estados Unidos. Con solo unos días más en Sudáfrica, pasé tiempo con mamá, caminé por las playas, salí a cenar con una amiga, y terminé de empacar las cosas del apartamento de mi madre.
Dos días antes de mi partida de Sudáfrica, el presidente del país declaró estado de catástrofe nacional y clausuró treinta y cinco puertos de entrada. Otros países africanos pronto lo imitaron, y los consulados extranjeros contactaron a sus ciudadanos, instándolos a regresar a sus hogares. Me despedí de mamá, mientras la Comisión Europea anunciaba que la Unión Europea pronto cerraría sus fronteras para todo viaje no esencial. Atrapada en la crisis con mi madre, no había sido consciente de todos esos cambios.
Comienza la travesía
En el aeropuerto de Ciudad del Cabo se produjo un pandemonio con expatriados y turistas desesperados por hallar un vuelo para salir del país. Mientras pesaba mis maletas en el mostrador de Lufthansa, descubrí que habían cancelado mi conexión de Fráncfort hacia Estados Unidos. No me quedaba otra que abordar en dirección a Europa, pero sin saber qué haría una vez que llegara a Alemania.
Para cuando aterricé en Fráncfort muchas horas después, la Unión Europea había activado la orden de la Comisión Europea y, en una medida inédita, había cerrado las fronteras a la mayor parte del mundo. Desembarcamos en silencio. Al salir del avión, un policía armado tomó mi pasaporte y me dirigió junto a los demás residentes no alemanes. Contuve el aliento y saqué el teléfono, ansiosa de ver si tenía algún mensaje. Allí estaba: mi hijo había hallado un vuelo de conexión y me había reservado lugar en un vuelo a Chicago y de allí a Boise. Sentí un gran alivio.
Alguien me llamó por nombre, y me adelanté para mostrar que tenía una conexión. Me dejaron pasar. Unos minutos después me pararon otra vez. Cinco agentes armados formaron una barrera. Una aglomeración de ansiosos viajeros estaba allí frente a ellos mientras uno de los agentes exclamaba: «¡Ya se los he dicho cinco veces! ¡La frontera está cerrada! ¡Europa está cerrada! ¿Qué es lo que no entienden?» Me adelanté lentamente y mostré mi teléfono. Me dejó pasar.
Más allá del punto de control, el aeropuerto parecía desierto. Se sentía un silencio sepulcral. La fila en el mostrador de atención a los viajeros se movía lentamente mientras los extranjeros compartían sus historias, con voces bajas y cargadas de estrés. Una joven madre volcaba repetidamente alcohol en gel en las manos de su hijita. Llegué al mostrador y me alegré al recibir las tarjetas de embarque. Al caminar hacia la puerta de embarque, finalmente recuperé el aliento. Veinte horas después, totalmente exhausta, llegué a Boise justo antes de medianoche.
Cuando la vida nos golpea como un tren de carga
Es difícil procesar la vida cuando se abalanza sobre nosotros como un tren de carga. No obstante, en medio de la orden de aislamiento, he tenido tiempo de reflexionar. Las crisis con mi madre y el COVID-19 se han fusionado y, para ser honesta, me han hecho tambalear. He pasado días con la mente en una nebulosa, no totalmente presente, procurando comprender todo lo que sucedía a mi alrededor y en mi interior.
Me sigo repitiendo que tengo que salir de esa situación. No obstante, ¿cómo volver a la normalidad cuando ya nada es normal? Estoy cansada del ruido, de los memes, de los juegos en los medios sociales. Me agotan todas esas publicaciones alegres que me dicen que no pierda el pensamiento positivo. Me desaniman las publicaciones que dicen que Dios está cansado de que peleemos, y que por eso nos envió a nuestra habitación. Me alarman los que afirman que todo esto es un fraude.
Poco después de llegar a los Estados Unidos, mi hijo y mi nuera se contagiaron del COVID-19. Pasé noches orando a cada hora por ellos. ¡Señor, ayúdalos a seguir respirando! Me sentía indefensa y desesperanzada, siguiendo obsesivamente todas las estadísticas sobre la pandemia. Perdí el sentido de paz; luchaba por hallar la calma. Estaba desesperada por hallar descanso; anhelaba mi hogar.
Un toque de realidad
Durante esa noche oscura, cuando mis hijos estaban en su peor momento, recordé que al estar en la fila de Lufthansa en Fráncfort una dulce ancianita se paró enfrente de mí, y conversamos como viejas amigas. Después de una pausa me miró y me dijo: «Lo fundamental es poner nuestra confianza en el Señor, ¿no es así?» Sonreí asintiendo, de una creyente a otra.
Pero ahora su pregunta me hizo dudar. Mientras yacía en silencio en la oscuridad, me quebrantó por completo y expuso lo que había en mi corazón. Me horrorizó pensar que en esta doble crisis, estaba ahogada. En teoría confiaba en el Señor, pero en realidad estaba paralizada por el miedo, inmovilizada por lo desconocido, y silenciada por mi incapacidad de controlar el resultado. No soy tan fuerte como creía. Mi fe de alguna manera fue tragada por mi debilidad. Ahora me veo como realmente soy: desgraciada, miserable, pobre, ciega y desnuda ante Dios y ante mí misma.
En mi imaginación, vi el rostro de Pedro cuando enfrentó un reconocimiento similar. El canto del gallo aún resuena en la oscuridad que precede a la aurora, mientras Jesús se da vuelta para mirar al discípulo. Con esa mirada, el corazón de Pedro queda en carne viva. Pedro también se atragantó con la crisis. Al igual que yo, no fue tan fiel como creía serlo.
Más tarde, justo antes de regresar a su hogar en el cielo, Jesús preparó un desayuno en la playa para sus discípulos. Tenía una pregunta que hacerle a Pedro. De todo lo que podía haberle preguntado, Jesús le dice simplemente: «Pedro, ¿me amas?»
Notemos que no le preguntó: «Pedro, ¿sabes tú que te amo?» Esto se debe a que, desde la perspectiva de Dios, su amor jamás estuvo en duda. Su amor es constante, dependiente, invariable, eterno; jamás vacila ni flaquea. El amor de Dios por nosotros no falla jamás. Siempre existió, y siempre existirá.
Cuando nos agobian los problemas, cuando la vida nos deprime y las dificultades nos estresan, el amor de Dios nos rodea. Él es tierno y compasivo. No hay nadie que pueda amarnos todo lo que Jesús nos ama.
Conozcamos su voz
Cada vez que Pedro responde a la pregunta de Jesús, el Maestro le responde: «Apacienta mis ovejas».
Durante tres años y medio, Pedro había sido apacentado por el Buen Pastor. Había caminado con él por delicados pastos; bebido del Agua de Vida en aguas de reposo, y ahora, el Buen Pastor estaba restaurando su alma. Jesús estaba renovando las fuerzas de Pedro, porque en los años siguientes su discípulo necesitaría recordar que aunque caminara por valles de sombra de muerte, jamás los atravesaría solo. Aquel que le prometía acompañarlo ya los había cruzado. «Yo soy el buen pastor –dijo Jesús–. El buen pastor su vida da por las ovejas» (Juan 10:11).
«Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco, y me siguen; yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, mayor que todos es, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre» (Juan 10:27-29).
El camino a casa siempre nos lleva por los valles. Jesús sabe que no es fácil vivir tan lejos del hogar. Y mientras nuestro corazón anhela el hogar, su corazón anhela aún más, que estemos en el hogar.
En ocasiones, hace falta una crisis para que nuestro corazón quede expuesto y podamos verlo y conocerlo. Así conocemos su verdadero estado, que rara vez es bello. Aceptémoslo: todos estamos en la lucha; todos estamos exhaustos; todos estamos andando a tientas en la oscuridad del valle, desperados por escuchar la voz del Buen Pastor.
He aquí lo que el Buen Pastor nos dice en ese momento: «¿Estas cansado? ¿Agotado? ¿Desilusionado con la religión? Ven a mí. Vente conmigo y recuperarás la vida. Te mostraré lo que significa realmente el descanso. Camina conmigo y trabaja conmigo: Mira cómo lo hago. Aprende de los ritmos no forzados de la gracia. No te haré llevar algo pesado o incómodo. Quédate a mi lado y aprenderás a vivir con libertad y alegría» (Mat. 11:28-30, Message).*
Llegaremos seguros al hogar si escuchamos y seguimos la voz de nuestro Pastor.
*El texto que dice Message pertenece a la paráfrasis The Message. Copyright ã 1993, 1994, 1995, 1996, 2000, 2001, 2002. Usado con permiso de NavPress Publishing Group, traducción personal.