Fueron los momentos más alejados de la normalidad que he experimentado en cuarenta años de trabajar para el Servicio Nacional de Salud.
Detrás de las máscaras, los guantes y las batas
El distanciamiento social en el Reino Unido comenzó el 23 de marzo. Para mí, llegó el 24 de marzo a las 7.30, cuando comencé mi turno en la Unidad de Cuidados Intensivos. Regresé adonde había trabajado durante diez años, hasta 2007. Regresé al centro mismo de acción.
El equipo de protección personal me resultaba restrictivo, claustrofóbico, caluroso y hasta agobiante. Sabía que estaba ingresando a un lugar de fácil contagio. ¿Cómo le iba a decir a mi familia, mi madre y mi padre, que me había ofrecido para trabajar en el centro mismo de esa pesadilla? No se hagan ilusiones: El COVID-19 es una pesadilla, un enemigo invisible. Terminé mis primeras cuatro semanas el viernes 17 de abril, cuando una de nuestras enfermeras, junto con otros dos pacientes, fallecieron. La tristeza en el grupo era palpable e inolvidable; muchos derramamos lágrimas.
A medida que pasaban las semanas, perdimos muchos pacientes, lo que significó traspasar días desgarradores. No obstante, nadie murió solo, a pesar de que a menudo los familiares no podían estar presentes. Sostuve la mano de dos pacientes al momento de morir, hablándoles de sus seres queridos y de tiempos más felices. Fueron momentos absolutamente desgarradores e inolvidables, pero eventos que moldean la experiencia de quienes con tanta satisfacción somos enfermeros.
Entonces, ¿por qué comparto esto después de semanas de agotamiento? Es porque jamás sentí tanto aliento como en esos momentos de bondad pura y profesionalismo que otros me han demostrado. Enfermeros de todo el hospital acudieron a apoyarnos. Solo imagino el terror que habrán sentido, al ser catapultados a ese ambiente completamente extraño. Esos enfermeros me inspiraron, me apoyaron y despertaron mi admiración. Jamás podríamos habernos arreglado sin esa ayuda.
Mi hermosa familia, sin la cual jamás podría haber superado cada turno, me ha enviado textos de apoyo, tarjetas, flores y bolsitas con golosinas. Cada vez que podía regresar a casa, me recibían con algo especial recién horneado o una taza de té, aceptando al mismo tiempo que lo único que yo quería era ducharme e ir a dormir.
Pero ahora sé cuán preciosas son las palabras bondadosas, los mejores colegas, la familia y los amigos. Y lo más importante: cuán preciosa es la vida. Jamás olviden el maravilloso don de la vida que Dios nos ha dado, y la esperanza que todos tenemos en un futuro con él. «No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos. Cada uno debe velar no solo por sus propios intereses, sino también por los intereses de los demás» (Fil. 2:3, 4, NVI).