La comunidad del pueblo de Dios es una comunidad de vencedores.
El temor siempre me ha parecido la peor piedra de tropiezo que una persona tiene que enfrentar –escribió la primera dama Eleanor Roosevelt, esposa de Franklin D. Roosevelt, presidente de los Estados Unidos durante los turbulentos años de 1933 a 1945–. Es el gran paralizador. Al mirar hacia atrás, me impresiona que mi niñez y mi juventud temprana fueron una larga batalla contra el miedo».1
El temor no discrimina entre la edad, el sexo, la raza o el estatus económico. No importa si la persona es joven o anciana, hombre o mujer, rica o pobre, muy instruida o con limitadas oportunidades educacionales, el temor se las ingenia por inmiscuirse en nuestra vida. El COVID-19 nos ha acercado al temor. Es posible que no fuimos contagiados, o que nuestra respuesta al virus fue leve y controlada. Todos sentiremos, sin embargo, las consecuencias económicas de esta pandemia. En todo el mundo se ha disparado el desempleo. Los mercados han caído. Muchas marcas que nos resultan familiares ahora luchan por sobrevivir. Hay suficientes razones que nos desvelan por las noches.
El temor, sin embargo, no es completamente negativo. Previene que saltemos en medio de un incendio o nos tiremos de un acantilado. Controla nuestras respuestas de reacción de lucha o huida. En momentos de crisis, nos mantiene alertas y dispara reflejos salvadores.2 El temor se basa con frecuencia en un dolor del pasado. Imagine a una persona que jamás ha experimentado el dolor. Los que sufren de insensibilidad congénita al dolor (ICD), una rara afección en la que alguien no siente dolor, tienen mayor riesgo de sufrir enfermedades severas, dado que no pueden sentir las primeras señales de dicha enfermedad.3 El dolor y el temor están interconectados.
Satanás, el archienemigo de todo lo bueno y optimista, usa el temor para desalentar a los seguidores de Cristo. Susurra en nuestros oídos: «Tú no puedes»; o: «Dios no lo hará»; o: «Ya es demasiado tarde»; u otras falsedades que causan temor y terror.
el JEsús valeroso
El escritor Mark Twain dijo: «Valor es la resistencia al temor, el dominio del temor, no su ausencia».4 La vida de Jesús no se vio caracterizada por la ausencia del temor. Comenzando por las circunstancias que rodearon su nacimiento y niñez, había muchas buenas razones para temer. No obstante, el temor no motivó sus decisiones o determinó sus elecciones.
Los que vivieron en el siglo I d. C. tienen que haber considerado que Jesús era «intrépido»… o insensato. Tocó a los leprosos (Mat. 8:3). No estaba preocupado por saber dónde dormiría o qué comería (vers. 20). A Jesús no le importaba «contagiarse» de la impureza ritual al no seguir las tradiciones rabínicas (Mar. 7:5-13). No temía el rechazo y la animosidad personales. Son cosas que enfrentaba cada día al interactuar con los líderes religiosos judíos (Juan 5:16-18; 7:1; 8:37-41).
Hay, sin embargo, un momento de la vida de Jesús, descrito con claridad en los Evangelios, que está lleno de temor y perturbación. Después de la cena de Pascua, Jesús y sus discípulos se encuentran en camino a un lugar llamado Getsemaní. Mateo describe este evento en Mateo 26:36-46. Exhausto y agotado después de un día atareado y expectante por el porvenir, Jesús le pide a Pedro, Santiago y Juan que lo apoyen mientras agoniza en oración. Mateo dice que Jesús está angustiado «en gran manera» (vers. 37), y confía abiertamente sus vulnerabilidades a sus tres discípulos. «Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo» (vers. 38). Me pregunto si Pedro, Santiago y Juan se limitaron a mirarlo, atónitos. He aquí el que había calmado un mar tormentoso, el que había alimentado a miles, el que había resucitado muertos. Ahora, de pronto, pide que otros oren por él.
Es la batalla para la cual Jesús se ha preparado durante toda la vida. «Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú» (vers. 39). Una entrega total de nuestra voluntad es la ofrenda más costosa y difícil que podemos traer. Es también una de las menos naturales.
No sabemos durante cuánto tiempo oró Jesús. Cuando regresó a sus discípulos, los halló durmiendo. Elena White nos dice que apenas lo reconocieron, porque «tan cambiado por la angustia había quedado su rostro».5 Tres veces Jesús elevó la misma oración. ¿Había alguna otra manera de salvar este planeta en rebelión que no implicara la separación del Padre? «La humanidad del hijo de Dios tembló en esa hora penosa –escribe Elena White–. Oró ahora no por sus discípulos, para que su fe no faltase, sino por su propia alma tentada y agonizante. Había llegado el momento pavoroso, el momento que había de decidir el destino del mundo. La suerte de la humanidad pendía de un hilo».6
Jesús tiene miedo: de separarse de su Padre, porque el pecado nos separa de Dios. Mientras cuelga de la cruz, exclama: «“Elí, Elí, ¿lama sabactani?” (que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”» (Mat. 27:46). ¿Dónde está Dios mientras Jesús agoniza bajo el peso de cargar el pecado del mundo? «En esa densa oscuridad, la presencia de Dios se ocultó […]. Dios y sus santos ángeles estaban al lado de la cruz. El Padre estaba con su Hijo. Sin embargo, su presencia no se reveló».7
más allá del temor
Comparemos nuestros temores con el temor que sintió Jesús. Cuando nos preocupamos sobre la vida y la salud y las relaciones, olvidamos que el que venció todo temor y cargó con nuestros pecados es más que capaz de darnos lo que realmente necesitamos. La periferia del gran temor con el que vemos luchar a Jesús en la cruz es la separación de Dios. ¿Es posible que el constante recordatorio de las Escrituras de «temer a Dios» nos recuerde la importancia inspiradora de salvaguardar nuestro único vínculo con la vida –la vida real– por medio de Cristo? Cuando «tememos» a Dios, reconocemos nuestra dependencia de la gracia del Salvador. Sabemos que la seguridad solo puede ser hallada en él.
Aquí comparto tres pasos para vencer los temores que azotan nuestra vida.
En primer lugar, nos volvemos conscientes de nuestros temores y los reconocemos por lo que son. Algunos de ellos son reales; otros acaso son imaginarios. Todos ellos afectan nuestro ser. La oración de Jesús en el Getsemaní y su clamor «Elí, Elí, ¿lama sabactani?» en la cruz me animan a expresar mis temores a personas de confianza y a Dios. Experimentar temores no es señal de debilidad o falta de fe.
En segundo lugar, una vez que somos conscientes de nuestros temores, nos comprometemos a buscar ayuda. Esto requiere de valor, porque significa que reconocemos nuestra propia incapacidad de hacer frente a la fuente del temor. Nelson Mandela, el primer presidente de Sudáfrica después del apartheid, escribió en 1995: «Aprendí que el valor no era la ausencia de temor sino el triunfo sobre él. No es valiente el que no siente temor sino el que lo conquista».8
No es fácil vencer el temor. Reconocemos nuestra incapacidad de vencer, y entonces corremos a los brazos eternos de nuestro Padre celestial, que nos lo dio todo, para vivir una vida abundante y sin temor. Considere las siguientes promesas. «Jehová es mi luz y mi salvación, ¿de quién temeré? Jehová es la fortaleza de mi vida, ¿de quién he de atemorizarme?» (Sal. 27:1). «Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida y se traspasen los montes al corazón del mar» (Sal. 46:1, 2). Todo cambia cuando Dios está de nuestro lado.
Por último, Dios nos creó como seres comunales. La pandemia del COVID-19 ha ilustrado cuánto necesitamos a otras personas. Necesitamos su toque, sus abrazos, su aliento y, en ocasiones, sus críticas. Comunidad significa que no estamos solos con nuestros temores. Otros ya han caminado donde yo estoy caminando. Otros ya han vencido lo que me provoca luchas. La comunidad del pueblo de Dios es una comunidad de vencedores.
SALTEMOS JUNTOS
El Cañón Suicidio es un sendero único de aventura en las escénicas Montañas de Boland, en Cabo Occidental (Sudáfrica). El recorrido tiene diecisiete kilómetros y lleva todo un día. Es una «caminata húmeda», llena de adrenalina al aire libre y saltos a oscuras piscinas naturales de agua helada. Una vez que el caminante ha ingresado al cañón, no hay manera de regresar. Las paredes del cañón son empinadas y son imposibles de trepar sin equipo de montañismo. Solo se puede avanzar.
Viví durante seis años a una hora de distancia del Cañón Suicidio. Durante esos años, cubrí el recorrido al menos tres veces con amigos, porque uno jamás procura hacer algo así en soledad.
Recuerdo un momento memorable. Mis amigos y yo habíamos salido temprano y habíamos estado caminando y saltando durante horas. Habíamos llegado al lugar del salto más elevado del día, que todos debían cumplir. Eran al menos doce metros. Había, por supuesto, saltos mayores, pero en la mayoría de los casos, se podía descender un poco para así reducir la altura del salto. Este, sin embargo, no ofrecía esa opción.
Había saltado al comienzo y estaba esperando en el agua para ver si el resto del grupo saltaba detrás de mí. De pronto, noté movimiento en la cima y, para mi sorpresa, vi a mi cuñado Jëan con otro grupo de la escuela secundaria. Ni siquiera sabía que también habían planificado hacer ese recorrido ese domingo. Todos mis amigos ya habían saltado, con excepción de uno. Sus ojos estaban agrandados a causa del pánico. No se animaba a saltar. Todos aguardaban en la piscina natural para continuar el recorrido, pero Jëan y mi amigo no saltaron. Intentamos todos los métodos. Procuramos persuadirlo y animarlo. Entonces le gritamos y lo aclamamos. Nada funcionó. Mi cuñado seguía hablándole. Yo sabía que él había recorrido ese sendero antes. De pronto hubo un movimiento, un grito, y dos cuerpos se precipitaron de la mano a la piscina. Jëan se había dado cuenta de que ningún argumento haría saltar a mi amigo. Por ello, finalmente, tomó de su mano, y saltó con él.
Cuando el temor nos nubla la mente, necesitamos que alguien salte con nosotros y ayude a vencer nuestros temores. Jesús, quien venció el temor aferrándose a su Padre, está listo para tomar nuestra mano y saltar con nosotros. El diagnóstico médico más devastador, la situación financiera más oscura, la más profunda crisis relacional… Jesús está listo para unirse a nosotros y hacernos vencedores, porque «en el amor no hay temor» (1 Juan 4:18).
1 Eleanor Roosevelt, You Learn by Living: Eleven Keys for a More Fulfilling Life (Louisville, Ky.: Westminster John Knox, 1983), p. 25.
2 Ruben Castaneda, «The Upside of Fear», U.S. News and World Report (2018), https://health.usnews.com/wellness/mind/slideshows/the-upside-of-fear.
3 See https://en.wikipedia.org/wiki/Congenital_insensitivity_to_pain.
4 Mark Twain, Pudd’nhead Wilson, en The Century Magazine 47, no. 5 (1894): 772.
5 Elena White, El Deseado de todas las gentes (Mountain View, Calif.: Pacific Press Pub. Assn., 1955), p. 640.
6 Ibíd., p. 641.
7 Ibíd., p. 702.
8 Nelson Mandela, Long Walk to Freedom (1995), https://en,wikiquote.org/wiki/Fear.
Gerald A. Klingbeil es editor asociado de Adventist World.