El mundo está aprendiendo lo que los vulnerables siempre han sabido: sin educación no hay esperanza.
Para muchos de nosotros, estos últimos meses nos han permitido experimentar lo que es tener un hijo que no asiste a la escuela. No está en casa por las vacaciones de verano, sino que procura cumplir desde allí con los objetivos curriculares sin el acceso adecuado a todas esas cosas que hacen que las escuelas sean tan buenas.
Esa interrupción de la vida normal –entre otros efectos secundarios de la pandemia del COVID-19– añadirá una nota curiosa a la historia de nuestra vida: la del momento en que procuramos enseñar a nuestros hijos en casa. Para algunos, eso refuerza el valor del sistema educativo. Para otros, fue una distracción inesperada llena de campamentos bajo las mantas, aprendizaje virtual y sesiones interminables de artes y manualidades.
Si la normalidad ya regresó para cuando usted lea esto, nos alegraremos de que tantos niños ya no están fuera de la escuela sino en clase. Con toda seguridad, cuando finalmente retornen a sus educadores, recursos, patios de juegos y compañeros, será una vez más un regreso agridulce.
Empatía nacida de la crisis
Para 264 millones –los niños que en el mundo no tienen acceso a la educación–, aguardar la hora de las clases es un sueño imposible y cruel. Ahora que nuestros hijos han perdido sus rutinas educacionales habituales, al menos por unos meses, podemos comenzar a imaginar qué pasaría si esa interrupción se volviera permanente.
Imagine por un momento que su hijo de ocho años jamás ha asistido a la escuela primaria. Jamás ha participado de una discusión analítica en la clase, jamás levantó la mano para responder a un problema de matemáticas, jamás tuvo la oportunidad formal de aprender a leer y escribir. Para veinticinco millones de niños en ese grupo etario, ese escenario es una realidad. Su hipotético hijo de ocho años sería uno de los niños que jamás han pisado un salón de clases y que, sin ayuda externa, probablemente jamás lo harían.
Esas estadísticas son aún peores si ese niño es refugiado o requiere de educación especial. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), hay dos niñas por cada niño que no comienza la escuela. Asimismo, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (UNHCR) expresa que los niños refugiados tienen una probabilidad cinco veces mayor de no asistir a la escuela. El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) informa que el noventa por ciento de los niños con discapacidades, y que además viven en un país en vías de desarrollo, no está en la escuela.
Ese es el mundo de Rafeef. La refugiada siria de diez años sufre de un trastorno genético debilitante en la columna vertebral, y aunque no conoce las estadísticas oficiales, ciertamente sabe lo que significa no asistir a la escuela. Dado que su situación le afecta la visión, la movilidad y la capacidad de aprender en ambientes tradicionales, Rafeef requiere una asistencia especial. Pero en el Líbano, donde vive en este momento, es difícil hallarla.
«Los niños con necesidades especiales requieren de atención especial –dice Rita Haddad, directora de proyectos de ADRA en el Líbano–. Aun las niñas sin necesidades especiales son subestimadas y una niña con necesidades especiales no tiene prioridad alguna». ADRA ABILITY es un proyecto enfocado en las necesidades de los niños con desafíos físicos y mentales como es el caso de Rafeef. Los responsables de la iniciativa están trabajando con ella y su familia para brindar lo que ADRA cree inalienable: el acceso igualitario a la educación. Ahora Rafeef estudia en forma personalizada con Ahlam, tutor del proyecto de ADRA. Juntos siguen un plan de estudios diseñado para satisfacer sus necesidades. «En el Líbano, si las niñas con necesidades especiales no reciben ayuda, no tienen ni futuro ni esperanza –dice Ahlam–. La gente piensa que una niña discapacitada no puede lograr nada. Los padres solo intentarán casarla con un hombre mucho mayor».
Un casamiento temprano y la discapacidad son solo dos de las muchas circunstancias que mantienen a los niños fuera de la escuela. También influye la guerra, la pobreza, las catástrofes naturales y el hambre. En Maputo (Mozambique), los índices de desnutrición crónica suman más del treinta por ciento, y ADRA ha hallado que la mitad de los estudiantes de la zona están por debajo del peso normal. Para contrarrestar esto, ADRA se asoció con Rise Against Hunger, ofreciendo platos de arroz y soja con verduras deshidratadas fortificadas con multivitaminas. Para algunos estudiantes, esa opción alimentaria les provee la única comida que reciben cada día.
Como le sucede a Elison, el estudiante de sexto grado que a menudo se perdía la escuela para ayudar a sus padres, o porque tenía mucha hambre como para caminar hasta la escuela y concentrarse en sus estudios. Ahora, el niño de doce años puede finalmente sentarse en un salón de clases y enfocarse en la lección, en lugar de sentir hambre constante. «En casa no siempre tenemos comida –dice–. Mis padres no tienen trabajo, por lo que no tenemos comida».
Al brindarle un plato de alimentos todos los días, ADRA anima a los niños para que reconozcan que la escuela es un lugar para alimentar el cuerpo y la mente. Como resultado, los niños ahora asisten a la escuela como nunca antes. «El número de estudiantes se ha incrementado –dice Rumbi Muzembi, coordinador de respuesta a emergencias de ADRA Mozambique–. Comenzamos con 9366 estudiantes, y ahora tenemos 13.453».
Esas cifras guardan relación con toda el África meridional, la región donde se ha implementado el proyecto. Desde 2017, la iniciativa de alimentación escolar de ADRA ha estado mejorando la nutrición y el acceso a la educación para casi cincuenta mil niños en edad escolar en Mozambique, Esuatini (ex Suazilandia), Madagascar, Zimbabue y Malaui.
CADA NIÑO. EN TODAS PARTES. EN LA ESCUELA
Debido al éxito de los muchos proyectos de ADRA para mejorar la vida de los niños, y a la luz de las estadísticas extremas que continúan pintando un panorama desalentador para los niños en todas partes, ADRA y la Iglesia Adventista se han asociado para garantizar que cada niño, en todas partes, tenga la oportunidad de ir a la escuela.
La campaña «Cada niño. En todas partes. En la escuela» representa una sociedad construida sobre un objetivo mutuo común: servir para que todos vivan según el propósito divino. Esta sociedad une a la comunidad global de la fe de la Iglesia Adventista con las habilidades técnicas y el éxito histórico de ADRA.
Al movilizar a la comunidad de la fe, influyendo sobre los líderes mundiales y los que toman decisiones en las políticas educativas, y al implementar proyectos que desarrollan programas exitosos tales como los mencionados, ADRA y la Iglesia Adventista creen que podemos garantizar que cada niño tenga una oportunidad de ir a la escuela.
La educación cambia vidas. La educación saca a los niños del conflicto, la catástrofe y la pobreza. La educación equipa a los niños con herramientas para el éxito. Y la educación inspira a los niños para que piensen en grande.
Con su ayuda, podemos extender la esperanza de un futuro brillante para cada niño, en todas partes.
Para saber más sobre cómo ADRA está apoyando a niños que no asisten a la escuela y cómo usted podría colaborar, visite ADRA.org/InSchool.
www.unhcr.org/en-us/missing-out-state-of-education-for-the-worlds-refugees.html
www.globalpartnership.org/blog/children-disabilities-face-longest-road-education
Michael Kruger, originario de Sudáfrica, es presidente de la Agencia Adventista de Desarrollo y Recursos Asistenciales.