Reexaminemos nuestra comprensión de la creación bíblica.
A veces podemos ayudar; a veces necesitamos ayuda
Mientras pasaba con mi automóvil junto al supermercado, vi a una anciana que, cargada de bolsas, luchaba por avanzar. Deteniéndome en el semáforo, vi preocupado que se caía entre unos arbustos junto al camino. Estacioné rápidamente, y corrí para ver si necesitaba ayuda.
Para cuando llegué, noté que su bolsa se había roto: estaba aturdida, sentada en el cordón.
«¿Se encuentra bien?», parecía ser una pregunta razonable. Pero su respuesta fue incomprensible. Quizá no hablaba inglés. Al mirarla más de cerca vi que no era una anciana. «¿Puedo ayudarla?», pregunté.
Respondió en inglés, en forma apagada y confusa, algo así como: «No me siento muy bien». Pensando en todo lo que sabía sobre personas que sufren un derrame, coloqué mi mano sobre sus hombros para enderezar su cuerpo oscilante y le pregunté si podía llamar una ambulancia. Esa pregunta pareció confundirla. Pero ahora que estaba cerca, se volvió hacia mí con los ojos abiertos. Su aliento me dijo todo lo que necesitaba saber. Aun así, su «aliento alcohólico» podía deberse a que estaba sufriendo de cetoacidosis diabética. «¿Ha estado bebiendo?» Por un momento no dijo nada, pero entonces asintió.
¡Cuánto me había equivocado en mi juicio inicial! No era una anciana que sufría los achaques de la edad; era una mujer de mediana edad que había estado bebiendo y no podía caminar. En mi vida tan resguardada no suelo encontrar personas como ella, y no sabía bien qué hacer. No podía dejarla allí tirada junto al camino; era demasiado peligroso. ¿Debía llamar a la policía para que se ocupara de la situación? Esa podía ser la solución más fácil, acaso la más recomendable, pero de alguna manera no parecía la correcta.
Le dije que se quedara allí, y corrí al automóvil a buscar unas bolsas para guardar sus compras. Mientras cargaba nuevamente el pastel, la leche, las papas fritas y otras comidas chatarra, me costó no juzgarla. Me encontraba ante una persona que, claramente, no estaba tomando las mejores decisiones en la vida.
Mientras guardaba sus cosas, me contó que vivía a una cuadra de allí pero que no recordaba la dirección. Le pregunté si podía llevarle sus compras, y así es como me encontré andando por el medio del pueblo con una mujer demasiado ebria como para caminar sin ayuda, preguntándome que pensarían los demás miembros de iglesia si me veían.
Mientras avanzábamos lentamente, le pregunté su nombre. Me llevó varios intentos incoherentes entenderle que se llamaba Sharon;* o podría haber sido Shannon, Susan o algún otro nombre.
Entonces me dijo algo que pronunció con claridad y patetismo: su mejor amiga acababa de morir. ¿Quién sabe si era verdad? Quizá era una excusa estándar que usaba toda vez que estaba ebria en público, pero funcionó. Era otro ser humano, alguien con nombre, que entendía el significado del amor y comprendía el dolor de una pérdida.
NO TAN RÁPIDO
Después de un abrazo público un tanto incómodo y una declaración a viva voz de que yo era la mejor persona que había encontrado alguna vez, caminé de regreso a mi automóvil con mucho para pensar. La vida de Sharon es completamente extraña para mí, y no puedo imaginar la serie de eventos que llevaron a que una persona ande tropezando, ebria, por la calle con un pastel, leche y papas fritas.
Es fácil descartar a las personas cuyas vidas son tan diferentes de la nuestra, y pensar casi automáticamente en términos de «ellos», no de nosotros. De alguna manera, «ellos» son menos valiosos que los que viven el mensaje de la reforma prosalud, entienden las profecías de la Biblia y disfrutan por lo general de vidas sobrias y cómodas de clase media.
Encontrarnos con la humanidad de aquellos a quienes no comprendemos nos lleva a pensar. Todos sienten amor, pérdida, angustia y alegría, al igual que nosotros. La igualdad innegociable revelada en las Escrituras nos alienta para que lo veamos así. Cuando comenzamos a sentirnos de alguna manera mejores que otros, la Biblia nos recuerda: «Pues no hay diferencia, por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios» (Rom. 3:23). En efecto, la historia de las Escrituras lo revela con suma claridad. Celebramos a los héroes de la fe debido a las grandes cosas que hicieron. Pero Noé bebió en exceso (Gén. 9:21) y Salomón dice que buscó «agasajar [su] carne con vino» (Ecl. 2:3). Todos se equivocaron.
La realidad es al menos tetradimensional, y la Biblia rompe los sistemas de pensamiento que colocan a los seres humanos en una dimensión de meras categorías entre «nosotros» y «ellos». El comienzo mismo de las Escrituras revela con lucidez que todos descendemos de Adán y Eva. Ellos se equivocaron, así como nosotros también lo hacemos, pero toda la humanidad está conectada gracias a esa pareja. Existe un profundo significado que destaca la genealogía que hace Lucas de Jesús cuando escribe: «Adán, hijo de Dios» (Luc. 3:38). Adán, el padre de todos nosotros, tuvo un Padre, el Creador de todas las cosas. El pecado de Adán puede haber separado a la humanidad de Dios, pero Jesucristo, el Hijo del hombre, nos restauró como «hijos de Dios» (1 Juan 3:1).
En el Sábado de la Creación, el cuarto sábado de cada octubre, examinemos nuestra comprensión de la creación bíblica. ¿Hemos dicho una cosa mientras en realidad seguimos creyendo ideas no bíblicas respecto de otros seres humanos creados a imagen de Dios, y hasta acaso de otros creyentes? La creación lleva lógicamente a un humilde igualitarismo. Cada prójimo al que vemos como inferior, cada persona que rechazamos por sus ancestros, cada adicto sin techo, cada refugiado desesperado que lucha por sobrevivir, cada asesino condenado a muerte, es alguien tan valorado por el Creador que dio su propia vida para salvarlo: a todos nosotros, no a nosotros y a «ellos».
Cada ser humano, no importa quién sea o qué haya hecho, fue creado a imagen de Dios, con un derecho idéntico a la gracia del Creador. Dios «hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos» (Mat. 5:45). El Sábado de la Creación nos lleva a compartir este evangelio de gracia mediante hechos, no solo palabras, en especial con las «Sharons» y otros prójimos que luchan y tienen sed de esperanza y amor.
«Un mandamiento nuevo os doy –dijo Jesús–. Que os améis unos a otros» (Juan 13:34). * No es el nombre real que me dio, o el que al menos creo que me dio.