Mi mente, acelerada, intentaba registrar lo que estaba sucediendo. ¿Una bomba en el campus? ¿Un accidente de avión? ¿Un terremoto?
El primer golpe sordo y la sacudida fueron apenas perceptibles.
Toda la tarde habíamos sentido la brisa que movía nuestra puerta de entrada, en la parte superior del campus de la Universidad de Oriente Medio, de la Iglesia Adventista.
Pero el segundo golpe desconocido fue inconfundible. En un mundo de tanta fragilidad política, sé bien cuáles son las posibilidades: ¿Fuego? ¿Ametralladoras? ¿Coches bomba? ¿Aviones de combate sobrevolándonos? Aunque ninguno de estos me había afectado personalmente antes, había aprendido que cada sonido tiene un significado… a veces trágico.
Ni se me ocurrió salir a la entrada para investigar. Desde de lo alto de la colina, vi la ciudad de Beirut en toda su extensión, más allá del puerto y hacia el Mar Mediterráneo. Noté nubes en forma de hongo, que se dispersaban a gran velocidad en forma floreciente por todo el cielo. Pero estaba más concentrada en la enorme oleada de humo que venía desde la zona del puerto. No era normal. No se veía bien.
Avancé por la entrada justo cuando el golpe de una explosión enorme me envolvió. Una pared de viento, polvo y escombros me levantó con fuerza y me lanzó hacia adentro de la casa. Me así de la puerta pero no pude sostenerla lo suficiente como para cerrarla. La fuerza parecía atravesar las paredes. Las cortinas de las ventanas me rodeaban y se retorcían con locura. Apenas podía mantenerme en pie.
Mi mente, acelerada, intentaba registrar lo que estaba sucediendo. ¿Una bomba en el campus? ¿Un accidente de avión? ¿Un terremoto? ¿Cómo saber qué hacer si no sabes qué es lo que está ocurriendo? Sentí que estaba luchando por sobrevivir.
Luego, tan repentinamente como había llegado el viento explosivo, hubo silencio. En el milisegundo de alivio, la puerta cedió y la cerré de un golpe con todo mi cuerpo, tal como lo haces cuando sueñas que un oso te está persiguiendo. Se amontonó polvo de revoque en la base del marco de la puerta.
Quería mirar hacia fuera por la ventana, pero no sabía qué vendría después. Quería estar a salvo, pero ¿dónde había seguridad? Así que caminé por el pasillo con manos temblorosas. Comencé a respirar nuevamente. Todo estaba en inquietante silencio. Volvió la normalidad. Regresé a mi computadora y busqué fútilmente las noticias más recientes. Intenté recordar en qué estaba trabajando antes. El impacto había destrozado mi mente. El sonido de las sirenas me recordó que lo que había pasado no era solo un sueño.
Unos segundos después, mi esposo llamó desde el campus, al pie de la colina. Oh, sí. Estoy bien. Él está bien. Hay vidrios rotos por todo el campus. Los techos se desplomaron. Los alumnos están aterrados. Nos hicimos preguntas tontas que nunca imaginamos tener que responder. Llegó a casa horas después, con sus oídos aún zumbando.
Unos días más tarde, las preguntas no han hecho más que aumentar. No hay soluciones humanas para lo que Líbano viene experimentando, y menos para esto. Pero algo sabemos con certeza: reclamaremos este país para Dios, para su honra y para que se cumpla el propósito de su obra.
También afirmamos que Dios es fiel para hacer el bien incluso en medio del mal y de la destrucción. Los residentes locales que han sufrido años de guerra se enfrentan a olas de miedo; aunque no haya heridas físicas, se han abierto heridas emocionales. La única seguridad que podemos brindar cuando los recuerdos y las pérdidas son abrumadoras es el consuelo que viene de parte de Dios. El miedo que nos rodea solo vaticina profundas sombras futuras. Así que llevamos a la presencia de Dios a los políticos, a la corrupción, a la lira (cuyo valor baja drásticamente), a los casos de COVID-19, a la explosión y al dolor inconsolable. El único bien del que estamos seguros es que somos llevados más cerca de él.
Minutos después de sentarme con mi computadora otra vez, Osman llamó. Más temprano esa tarde le había dado una clase virtual de violín. Habíamos finalizado la clase justo unos momentos antes de la explosión. Ahora me llamaba otra vez, con ojos desorbitados, rostro sudoroso y un teléfono que giraba constantemente para mostrarme la destrucción del diminuto departamento que comparte con su familia.
“Todo está roto. Todo roto, señorita”.
Aquello no era algo nuevo para él. Su familia había sido bombardeada a las afueras de Alepo, en Siria, seis años antes. Para él, la tragedia del 4 de agosto no fue el departamento destruido. Fue el conocido ciclo de pérdida.
Es un ciclo que yo no puedo romper. No puedo calmar el dolor, recuperar lo perdido o reconstruir el país. Nadie puede hacerlo. Pero no estamos indefensos; no somos víctimas. Estamos en la presencia de Dios, intercediendo por aquellas cosas que están más allá de nuestro alcance y dándole permiso para que desafíe al humeante mal que nos doblega.
Puede surgir algo bueno de esto. Que el nombre de Dios sea honrado y su poder se evidencie para consolar y traer esperanza de algo mucho mejor. Y que suceda por medio de mi vida, en nuestro campus de la Universidad de Oriente Medio, para bien de nuestro querido Líbano, y “hasta lo último” de nuestro conmovido planeta.
La versión original de esta crónica fue publicada por Adventist Mission.