Cada Sábado por la tarde, justo antes de la puesta del sol, la gente de mi pueblo sale a la ventana para entonar un himno…
Una de las leyes del Conquistador es «conservar una canción en el corazón».
En medio de una pandemia y la cuarentena resultante, esa consigna habla con más fuerza que nunca. No hemos podido cantar con la familia de la iglesia durante un buen tiempo, pero muchas canciones han permanecido en el corazón.
Desde la Universidad Adventista del Plata habíamos hecho planes de asistir al Congreso de la Asociación General, en Indianápolis, con el coro universitario. Cuando se pospuso el congreso, entendimos las circunstancias y nos adaptamos a ellas. Entonces, siendo que yo ya había asistido a un par de congresos anteriores, les conté a mis compañeros del coro qué hermoso es participar de la adoración con feligreses de diversas partes del mundo. Es una experiencia maravillosa e inolvidable encontrarse con tantas personas que creen lo mismo y tienen la misma esperanza.
Nosotros hemos estado cantando por años «¡Oh, qué esperanza!», de Wayne Hooper, en un hermoso arreglo escrito por el director de nuestro coro, Denny Luz. Cada vez que lo cantamos, notamos que se iluminan los rostros de quienes nos escuchan.
Ese hermoso himno, parte de muchos himnarios adventistas en diversas partes del mundo, fue escrito como himno lema para el congreso llevado a cabo en San Francisco, en 1962. Pero también fue usado en los siguientes congresos. Hooper mismo estaba seguro de que el Señor le había dado las ideas para escribirlo.
Durante la cuarentena seguramente hemos visto transmisiones de diversas instituciones al compartir las melodías de orquestas o coros virtuales. La Universidad Adventista del Plata también realizó varias grabaciones. Una de ellas fue esa versión especial de «¡Oh, qué esperanza!», cantada por exalumnos esparcidos por todo el mundo.
La incapacidad de asistir físicamente a los templos durante los últimos meses nos afectó a todos. Podemos, sin embargo, conservar esta canción en el corazón como símbolo de nuestra esperanza, y recordar que somos parte de una gran familia.
«En la plena luz del día, y al oír la música de otras voces, el pájaro enjaulado no cantará lo que su amo procure enseñarle –escribió Elena White–. Aprende un poquito de esto, un trino de aquello, pero nunca una melodía entera y definida. Cubre el amo la jaula, y la pone donde el pájaro no oiga más que el canto que ha de aprender. En la oscuridad lo ensaya y vuelve a ensayar hasta que lo sabe, y prorrumpe en perfecta melodía. Después el pájaro es sacado de la oscuridad, y en lo sucesivo cantará aquel mismo canto en plena luz. Así trata Dios a sus hijos. Tiene un canto que enseñarnos, y cuando lo hayamos aprendido entre las sombras de la aflicción, podremos cantarlo perpetuamente».
No tenemos que perder la esperanza; no importa lo que pase. Aun en la oscuridad de una pandemia Dios tiene un cántico que enseñarnos, que será cantado a la luz del día y, más tarde, a la luz de su presencia.
Cada sábado de tarde, justo antes de la puesta de sol, hay personas de mi pueblo que salen a la puerta de sus casas para entonar un himno previamente acordado. Si ustedes estuvieran aquí podrían escuchar la misma melodía desde cientos de hogares al mismo tiempo.
¡Imaginen lo que será cantar en el cielo!
Por eso, cobremos ánimo.
Tenemos una gran esperanza.
Tenemos una canción en el corazón.
2 Elena White, El ministerio de curación (Mountain View, Calif.: Pacific Press Pub. Assn., 1959), p. 374.